CAPITULO
4. Resumen.
Los
estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente
que el padre Carmen Amador se vio obligado a hacerle a Santiago Nasar por
ausencia del doctor Dionisio Iguarán. Siete de las numerosas heridas eran
mortales. Lo habían herido en el páncreas, el pulmón, el hígado, los brazos, la
mano, etc. La autopsia se realizó dentro de una escuela pública del pueblo.
Entre
tanto, los hermanos Vicario estaban encerrados en la cárcel, sin poder
conciliar el sueño porque todo su cuerpo y sus ropas olían a Santiago, de
hecho, todo el pueblo olía a Santiago Nasar. Pensaban que querrían matarlos en
venganza a su acto. El temor de los gemelos respondía al estado de ánimo de la
calle.
El
coronel Aponte interrogó a la comunidad árabe para ver si tenían planeado tomar
represalias en contra de los Vicario, pero dicha comunidad sólo sufría su
pérdida.
La
familia Vicario se fue completa del pueblo, hasta las hijas mayores con sus
maridos, por iniciativa del coronel Aponte. Se fueron a Manaure sin que nadie
se diera cuenta, cerca de Riohacha, donde estaban presos los gemelos. Allá fue
Prudencia Cotes a casarse con Pablo Vicario cuando éste quedó absuelto. Pedro
Vicario, sin amor ni empleo, se reintegró 3 años después a las Fuerzas Armadas,
mereció la insignia de sargento primero.
Para la
inmensa mayoría, sólo hubo una víctima: Bayardo San Román, quien después de
haber regresado a Ángela, bebió tanto en la colina de Xius que lo encontraron
en estado de urgencia por intoxicación etílica. La madre de Bayardo y sus
hermanas fueron a acompañarlo en la pena. Después se marcharon del pueblo y
tanto la casa en la colina como el coche convertible, se desintegraron con el
paso de los años.
Después
de 23 años, el narrador vio a Ángela Vicario en la terraza de una casa. Ella
nunca hizo ningún misterio de su desventura y la contaba a quien le
preguntara con sus pormenores a excepción del secreto que nunca se pudo
aclarar: quién fue, cómo y cuándo el verdadero causante de su perjuicio, pues
nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar, quien era
demasiado altivo para fijarse en ella. Ángela contó que siempre se quedó
grabada en su memoria la imagen de Bayardo y si lloraba o sentía pena, era por
él. Ángela lo vio un día salir de un hotel, pero él no la vio. Nació todo de
nuevo y ella se volvió loca de remate por él. A partir de entonces comenzó a
escribirle, poco a poco las cartas se hicieron semanales, pero no había
respuesta alguna. A Ángela le bastaba saber que él las estaba recibiendo, pero
era como escribirle a nadie.
Una
madrugada, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba
desnudo en su cama. Ángela le escribió entonces una carta febril de 20 pliegos
en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el
corazón desde su noche funesta. Pero no hubo respuesta y a partir de entonces
ya no era consciente de lo que escribía a ciencia cierta, pero lo siguió
haciendo por 17 años.
Un medio día de agosto,
mientras Ángela bordaba con sus amigas, Bayardo San Román, más gordo y viejo,
apareció con una maleta con ropa para quedarse y otra maleta igual con casi dos
mil cartas que ella le había escrito, ordenadas por fechas, en paquetes cosidos
con cintas de colores y todas sin abrir.